lunes, 24 de enero de 2022

Poema "Un Dragón" de Ludovico Silva

Poesía Venezolana


"Un Dragón"  de Ludovico Silva




Un dragón no es un 

dragón hasta que un

poeta no lo decide.


Yo decido que hay un 

dragón que no vomita

fuego, si no piedras.


Y que mira a un rostro

de mujer.

Extrañamente, como si

quisiera cantar con ella

el coro de la luna.


Sus escamas de piedra

pesan sobre el mundo.

¡Oh dragón unicornio

de mis alucinaciones

nocturnas!


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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno

Ilustraciones: Yeisson Zambrano "Caspitas"

A la una, Serenata Guayanesa

 


A la una la luna,
a las dos el reloj,
que se casa la aguja
y el granito de arroz.

(bis en segunda bajo)
Tinquin tiquitinquin tiquitinquin, tiquitinquin
Tinquin tiquitinquin tiquitinquin, tiquitinquin



Y se van, a la una
en su coche, a las tres
-caballitos de lluvia,
cochecito de nuez-

(bis en segunda bajo)
Tinquin tiquitinquin tiquitinquin, tiquitinquin
Tinquin tiquitinquin tiquitinquin, tiquitinquin




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Compiladora:  Profa. Giovanna Proaño Moreno

Ilustraciones: Marcos Estevez


jueves, 6 de enero de 2022

El Niño Jesús Llanero, de Simón Díaz

Simón Díaz, compositor venezolano, autor de la reconocida canción Caballo Viejo, desde muy niño se vinculó a la música y al canto con el appoyo de Vicente Emilio Sojo. Simón  también fue conocido por su participación en radio y televisión, su interés por promover el canto popular se evidenciaba en programas como "Contesta con Tío Simón". Sus composiciones y canciones fueron innumerables, Tonada de Luna Llena, Mercedes, El Alcaraván, Arbolito Sabanero, y muchas más. Nuestro viejo Simón falleció el 19 de Febrero de 2014 en Venezuela, quien deja un importante y valioso legado a las nuevas generaciones.



Simón también cantó a la Navidad, a continuación te dejamos un hermoso tema.

El Niño Jesús Llanero, de Simón Díaz

En mi conuquito
las flores de los campos
adornan su belleza
y brilla su esplendor. (bis)

Niñito llanero, indio soberano,
dámele ternura, dámele cariño
al venezolano. (bis)

En mi conuquito
las flores de los campos
adornan su belleza
y brilla su esplendor. (bis)

Lindo pajarito que vive en el llano
desde tu piquito dale un pedacito
al venezolano. (bis)


En mi conuquito
las flores de los campos
adornan su belleza
y brilla su esplendor. (bis)

Alpargata de oro, cogollito blanco,
no lo desampares, vuelve tu mirada
al venezolano. (bis)



En mi conuquito
las flores de los campos
adornan su belleza
y brilla su esplendor. (bis)


Trompo serenito que baila en la mano,
bríndale la calma que tanto le falta
al venezolano. (bis)







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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno

Ilustraciones: Johnatan Reyes 

martes, 4 de enero de 2022

Cuento infantil UN AÑO INICIA

 Un año inicia… da vuelta otra hoja del libro de mi vida. 

¿Qué traerá el año que empieza? 

Lo que tú quieras Señor. Pero te pido Fe para mirarte en todo.

Esperanza para no desfallecer.

Caridad perfecta en todo lo que haga, piense y quiera.

Dame paciencia y humildad. Dame desprendimiento y un olvido total de mí mismo.

 

Dame, Señor; lo que tú sabes me conviene y yo no sé pedir, que pueda yo amarte cada vez más en mis hermanos. 

Que sea yo grande en lo pequeño. 


Que siempre tenga el corazón alerta, el oído atento, las manos y la mente activas, el pie dispuesto. 


Derrama, Señor, tus gracias, sobre toda la humanidad. 

Que la humanidad entera se unan en una hermandad de solidaridad los unos con los otros.


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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno

Ilustraciones: Ericka Rivero


viernes, 31 de diciembre de 2021

Cuento infantil UN AÑO TERMINA

 Autor: Anónimo 


GRACIAS Señor, por la paz, por la alegría, por la unión que los hombres mis hermanos, me han brindado; por esos ojos que con ternura y comprensión me miraron, por esa mano oportuna que me levantó, por esos labios cuyas palabras y sonrisas me alentaron, por esos oídos que escucharon, por ese corazón que, amistad, cariño y amor me dio.



GRACIAS, Señor, también por el éxito que me estimuló, por la salud que me sostuvo, por la comodidad y diversión que me descansaron.

 

GRACIAS, Señor… me cuesta trabajo decirlo… por la enfermedad, por el fracaso, por la desilusión, por el insulto, por el engaño, por la injusticia, por la soledad, por el fallecimiento del ser querido. 


 

Tú, lo sabes, Señor, cuan difícil fu aceptarlo; quizá estuve a punto de la desesperación, pero ahora me doy cuenta que todo esto me acercó más a Ti, ¡Tú sabes lo que hiciste! 



 

GRACIAS, Señor, sobre todo por la fe que me has dado en Ti y en los hombres. Por esa fe que se tambaleó, pero que Tú nunca dejaste de fortalecer, cuantas veces encorvado bajo el peso del desánimo, me hizo caminar por el sendero de la verdad a pesar de la oscuridad.


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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno

Ilustraciones: Yeisson Zambrano "Caspitas"

jueves, 30 de diciembre de 2021

UN EXTRAÑO RELATO DE NAVIDAD

Autor: Guy de Maupassant (Francés 1850-1893)

El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando: 

-¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?... 


Y, de pronto, exclamó: 

-Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena. 

Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos. 


¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.  "Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino. 


Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville. 


Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Se amontonaban al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca. 

En una sola noche se cubrió toda la llanura. Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos. 

Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.  Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.

Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso. 


Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo. 


La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial. 

"De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces se desgajan una, cayendo como un brazo cortado a cercén. 


Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíanse malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada. 

Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios. 


La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Se entretuvo algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera. 


De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; se inclinó para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo se hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer. 

-Toma este huevo que encontré en el camino. 


La mujer bajó la cabeza, recelosa: 

-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?


-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche. Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.

La mujer escuchaba, palideciendo.

-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.  Se sentaron y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.


-¿Y si tuviese algún maleficio? 

-¿Qué maleficio puede tener? 

-¡Toma! ¡Si yo supiera! 

-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades. 


La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía: 

-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno? 


Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles. 


Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla. 

Y la mujer, sin reposo, vociferaba: 

-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo! 


Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca. 


Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'

Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano. 

Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.  


Los diablos no quisieron salir.

Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo. 

La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme: 

-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer. 


Yo respondí: 

-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse. 

El viejo cura insinuó: 


-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia? 


Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance. 



De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve. 


Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.  "Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos. 


La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron. 


A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura. 


Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión. 


Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino. 


Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y se acercaron a la endemoniada. 


Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron. 


Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer. 


La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada. 

Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada. 


La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua. 

La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras. 

Aquello duró bastante". 


Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura". 


La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente. 


Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante. 


Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar". 

La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum". 

Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo. 


Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.  Hubo un corto silencio y, luego, añadió:

-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito. 





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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno

Ilustraciones: Yeisson Zambrano "Caspitas"

 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Canción navideña, NOCHE DE PAZ

"Noche de paz, noche de amor" considerado como unos de los villancicos más conocidos a nivel mundial, este tema realizado en honor a la época decembrina es de origen austriaco, se titula Stille Nacht, Heilige Nacht. La composición estuvo a cargo del profesor Franz Xaver Gruber y la letra la escribió el saderdote austriaco, Joseph Mohr. 



El 24 de diciembre de 1818 se interpretó por primera vez en la Iglesia de San Nicolás, este villancico ha sido traducido a más de 300 idiomas y se entonan en la temporada navideña.


Noche de Dios, noche de paz,
claro sol brilla ya
y los ángeles cantando están,
gloria a Dios, gloria al rey celestial.
Duerme el Niño Jesús (BIS)



Noche feliz de Navidad,
viene Dios a salvar.
Noche Buena que alumbra el Amor,
el misterio escondido de Dios.
Duerme el Niño Jesús (BIS)


Noche de Dios, noche de paz,
esplendor inmortal,
luz eterna en la noche brilló,
es la gloria del Hijo de Dios.
Duerme el Niño Jesús (BIS)


Noche de Dios, noche de paz,
nueva luz celestial,
floreció la feliz Navidad,
es palabra y mensaje de paz.
Duerme el Niño Jesús (BIS)


Noche de paz, de adoración,
todo duerme en derredor,
nace Dios en un pobre portal
y María sonríe de amor.
Duerme el Niño Jesús (BIS)




Te invitamos a escuchar la canción


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lunes, 27 de diciembre de 2021

LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS, Manuel Mujica Láinez (Argentina 1910-1984)

Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su plumero entre las maderas del órgano: A sus pies, la nave de la iglesia de San Juan Bautista yace en penumbra. La luz del alba -el alba del día de los Reyes- titubea en las ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro de los altares.



Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo los libros de coro casi tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.

De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.

El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, muévanse las altas figuras que rodean al Niño Dios.

Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no osa mirarlas.

Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal, el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.

El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánense los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las mantillas de las devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.  

Ya empezó la primera misa. El capellán abre los brazos y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del incienso.

Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir.

Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.

Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.

Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba la estrella divina.

-Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán- obtulerunt ei munera, aurum, thus et myrrham.

Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.

Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.  

Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde se arremolina el polvo de las caravanas y cuando se aproximan se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota. Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste lanas y sedas multicolores; aquél desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos de las manufacturas flamencas.

Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia.

En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.

Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está colmado su estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios. Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal, de orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto a la mirra y los cofres, Rubens deja un pincel.

Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea en torno del Niño.

Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible ademán, como invitándolo a sumarse a quienes rinden culto al que nació en Belén.

Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran señor que fue el último en llegar y que le ayuda a izarse para que pose los labios en los pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.

Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero de barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue estremecimiento.

Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su amurallada soledad donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante que transforma todo, para siempre.

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