Autor: Guy de
Maupassant (Francés 1850-1893)
El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:
-¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?...
Y, de pronto, exclamó:
-Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una
historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.
Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como
yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama
verlo, con mis propios ojos.
¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar
creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las
montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la
concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia. "Confesaré, por lo pronto, que si lo que
voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para
emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible,
aparentando la credulidad propia de un campesino.
Entonces era yo médico rural y habitaba en plena
Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.
Aquel invierno fue terrible. Después de continuas
heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Se amontonaban al norte densas
nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.
En una sola noche se cubrió toda la llanura. Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones
cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los
árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes
blancos.
Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los
cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la
subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos
lívidos y picoteando la nieve. Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.
Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto,
aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.
Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día,
claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera
una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y
fría, parecía un espejo.
La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo
parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las
chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta,
con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.
"De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si
el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces se desgajan una, cayendo
como un brazo cortado a cercén.
Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas
unas de otras. Vivíanse malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para
visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve
de una hondonada.
Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía
sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de
noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los
daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin
cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El
espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.
La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío
de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de
pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Se entretuvo algunas horas hablando con
los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío;
recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se
puso en camino antes de que anocheciera.
De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre
la nieve, un huevo muy blanco; se inclinó para cerciorarse; no cabía duda; era
un huevo. ¿Cómo se hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su
corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió
el huevo para llevárselo a su mujer.
-Toma este huevo que encontré en el camino.
La mujer bajó la cabeza, recelosa:
-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te
has emborrachado?
-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo
estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho
para que no se enfriase. Cómetelo esta noche. Lo echaron en la cazuela
donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la
comarca.
La mujer escuchaba, palideciendo.
-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban
por la chimenea. Se sentaron y
tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca,
la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.
-¿Y si tuviese algún maleficio?
-¿Qué maleficio puede tener?
-¡Toma! ¡Si yo supiera!
-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.
La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a
tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre
decía:
-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?
Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto
fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa
de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.
Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor
espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para
contenerla, tuvo que atarla.
Y la mujer, sin reposo, vociferaba:
-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el
cuerpo!
Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes
conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.
Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que
ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de
finca en finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'
Acudían los curiosos de todas partes; pero sin
atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados
por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.
Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con
sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las
fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la
mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro
mocetones.
Los diablos
no quisieron salir.
Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.
La víspera, por la mañana, el cura fue a
visitarme:
-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de
gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una
mujer.
Yo
respondí:
-Me parece bien, señor cura. Es posible que se
impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra
medicina pueda salvarse.
El
viejo cura insinuó:
-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse
de que la lleven a la iglesia?
Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi
alcance.
De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus
quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie
tersa y blanca de la nieve.
Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a
la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad
todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los
campos. "Fui a la fragua con cuatro
mocetones robustos.
La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con
sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la
llevaron.
A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y
encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces
monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su
agudo tintineo a los devotos los cambios de postura.
Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la
cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste
sería el que sigue a la comunión.
Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían
comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la
iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino.
Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y se
acercaron a la endemoniada.
Cuando
ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente,
hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos
retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la
tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron.
Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y
los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.
La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola
fuertemente, agazapada.
Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo
la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y
alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda
solemnidad a la vista de la endemoniada.
La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos
fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el
punto de parecer una estatua.
La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando
fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero
sus voces eran menos desgarradoras.
Aquello duró bastante".
Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para
separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la
rigidez, recobraba su blandura".
La muchedumbre se había prosternado con la frente en el
suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia
de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían
cerrado sus ojos definitivamente.
Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no,
no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la
custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.
Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar".
La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum".
Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas
seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la
posesión ni del exorcismo.
Ahí tienen, señoras, el milagro que yo
presencié. Hubo un corto silencio y,
luego, añadió:
-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.
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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno
Ilustraciones: Yeisson Zambrano "Caspitas"