Autor: Orlando Araujo
I
Hice mi viaje al fondo de la tierra y me perdí en un bosque de hojas negras y de lagartos dormidos.
Millones y millones de árboles y de gusanos hundidos y quemados por un sol de cien mil años formaban un lago oscuro y un río de aguas lentas y sin luz.
Era el petróleo.
Me monté en un Dinosaurio Azul y me vine siguiendo el río de aguas lentas. Atravesé llanuras de aguas subterráneas, túneles oscuros y minas de diamantes.
Un día me dormí en un campo de esmeraldas, pero me despertó una jirafa roja para decirme que arriba me esperaba el sol, el viento y las flores y los caminos de la tierra.
Así que seguí mi viaje por el río de aguas oscuras. Atravesé inmensas rocas, visité laberintos de metales brillantes y conocí árboles y pájaros que tenían veinte mil años.
Me hice amigo de un oso de las cavernas y me enamoré de un ave del paraíso.
Querían hacerme una casa de helechos derretidos con un techo de tibias mariposas, pero el Dinosaurio Azul me convenció del cielo: él quería verlo, y cómo iba yo a ser tan mal amigo que me negara a continuar el viaje hasta la superficie.
Pasamos diez mil años debajo de las montañas que viven en los mares y cuyas cumbres se asoman a la luz para ser islas.
Hasta que un buen día caminamos por el fondo del lago de Maracaibo, donde encontramos la pata de palo de un pirata. Nos montamos en ella y salimos a la superficie.
El Dinosaurio Azul se quedó mudo: no conocía la playa, ni el sol, ni el viento, ni el agua azul y ni los cocoteros. ¡Pobre Dinosaurio Azul analfabeta de la tierra!
Se asustó tanto que se fue corriendo otra vez para el fondo de la tierra y me dejó, náufrago sobre una pata de palo de pirata, en las orillas del lago de Maracaibo, allí precisamente donde desembocan los ríos del petróleo, de aguas lentas y oscuras.
II
Le dieron alimento, y no necesitaron abrigarlo porque el sol de aquella región es el mejor abrigo del hombre. Pero lo cuidaron mucho y, ya en la tarde, cuando suspendieron el trabajo, lo llevaron a tierra.
Uno de los obreros, el que parecía jefe del grupo, lo llevó a su casa, una casita pequeña, rodeada de otras casitas pequeñas, todas igualitas, rodeadas con telas metálicas y construidas en un campo donde unos cujíes lloraban de dolor por la ausencia de otros árboles.
La mujer del obrero se parecía a la mamá de Miguel Vicente y tal vez fue por eso por lo que cuando ella lo tomó en sus brazos, el niño lloró en silencio como lo hacía cada vez que estaba triste.
Durmió dos días con sus noches, y cuando despertó era un domingo de sol por la mañana.
Cuando lo llamaron para desayunar, ya estaban sentados en la mesa el obrero, su mujer y los hijos, mucha gente.
Comenzó lo que tenía que comenzar y que por tanto dormir no había comenzado:
—¿Cómo te llamas?
—Miguel Vicente Patacaliente.
—¿Patacaliente? ¿Es tu apellido?
—Bueno, debe ser, todos me llaman así.
—Cuéntanos qué te pasó. De dónde vienes, quién es tu familia y qué haces por el mundo.
Contó su infancia en Caracas, su vida de limpiabotas, los viajes en el camión de su hermano y los otros viajes por ríos y por mares y hasta el centro de la tierra y más allá.
Cuando terminó ya había pasado la hora del almuerzo. El obrero y su mujer se miraron como diciéndose: “¡Qué niño tan mentiroso!” pero no le interrumpían porque los cuentos les gustaban y porque veían a sus hijos encantados escuchando.
—¿Y por qué venías del mar? –preguntó el obrero.
—Yo no venía del mar.
—¿De dónde venías, entonces?
—Del fondo de la tierra.
—Ah, ah, ah –le dijo el obrero, sonriéndose con picardía–, ¿y cómo están por allá?
—Muy bien, saludos le mandaron –contestó Patacaliente dándose cuenta de que se burlaban de él.
—¿Y quién me mandó saludos?
—El Dinosaurio Azul y las culebras del petróleo.
—Ah, ¿pero es que también sabes de petróleo?
—Bueno, sé dónde nace ¿y tú?
—Caramba –respondió el obrero sonriendo siempre– yo no sé dónde nace pero sí dónde se recoge.
—Pues yo quiero que me lleve allá porque tengo muchas cosas que preguntarle.
Y lo dijo con tanta seriedad de niño, y había caído tan en la gracia de todos, y era ya tan hora de cenar, que el obrero prometió llevarlo hasta el señor Petróleo al día siguiente, con tal de que por ahora no contara más cuentos y cenara con todos y durmiera tranquilo.
Miguel Vicente lo complació en todo y al día siguiente, muy temprano, ya estaba listo para acompañar a su protector. Los dos salieron y mientras caminaban, hablaron:
—¿Tú conoces el petróleo? –preguntó el niño al obrero.
—Un poco –respondió el obrero–, al menos lo veo todos los días. Yo perforo la tierra para que el petróleo salga.
—¿Y para qué quieren que salga?
—Bueno, pues para muchas cosas, para que mueva las máquinas, los camiones, los carros, los aviones y para que haya luz de noche, para muchas cosas.
Las casitas de los obreros se fueron quedando atrás, y ahora cruzaban un campo con casas muy grandes y con pequeños jardines, había flores y automóviles.
—¿Quiénes viven aquí?
—Vive gente que también trabaja con petróleo.
—¿Son los dueños del petróleo?
—No, trabajan con la Compañía.
—¿Y tú también trabajas con la Compañía?
—También.
—¿Qué Compañía?
—Bueno, la dueña del petróleo.
—¿Y dónde vive?
—Aquí mismo… y en Caracas, y en muchas partes.
—¿Tiene tantas casas?
Pero en eso llegó el camión con otros obreros, los recogieron y así el trabajador se vio librado del chaparrón de preguntas de un niño tan preguntón.
El camión pasó cerca de otro grupo de casas más grandes todavía,con jardines más bellos y automóviles más grandes. “¿Será allí donde vive la señora Compañía?”, pensó Miguel Vicente. Pero rechazó esta idea. El petróleo solo tenía un dueño, su amigo el Dinosaurio Azul.
Dejaron atrás las casas, pero no fueron al lago, sino a un campo sin árboles, poblado de torres de acero. Era por allí por donde salía el petróleo desde el fondo de la tierra.
Los obreros se fueron hacia distintos sitios, y el amigo de Miguel Vicente le dijo: “Quédate por ahí, Miguel, que yo voy a trabajar y después te busco. Querías ver el petróleo y todo esto es petróleo”.
Pero todo aquello era un ruido infernal: ¡tu-taca-tun! ¡tun-taca-tun! Por todas partes, hombres con cascos, torres, tanques, máquinas, camiones, jeeps y el ¡tun - taca - tun! de unos inmensos pájaros metálicos perforando con sus picos el pecho de la tierra, los hígados de la tierra, las tripas de la tierra ¡tun-taca-tun! ¡tun-taca-tun!
Miguel Vicente comenzó a desesperarse por el ruido, y comenzó a asustarse, y antes de echarse a llorar prefirió echar a correr.
Corrió y corrió y corrió. Cuánto corrió Patacaliente ni él mismo podría decirlo porque era ya bien tarde cuando se detuvo, enredado entre bejucos, en la falda de una pequeña colina de cujíes.
Miró hacia atrás, y ni una torre se veía a lo lejos. Decidió subir a la colina para orientarse y comenzó a ascender, pero tanto bejuco le impedía el paso y solo muy lentamente iba avanzando. Cuando en una de esas ¡zuas!, un templón entre las hierbas y un ruido violento en la hojarasca. El niño vio, alejándose, un bejuco más oscuro que los otros, no se veía todo sino una parte pasando entre dos troncos, un lomo interminable, ondulado y ya silencioso.
La culebra no lo había atacado, y más bien huía del niño. Paralizado por el miedo, le parecía que aquel pasar de lomo de serpiente duraba siglo y siglo y siglo. Al fin echó a correr como podía, y en dirección contraria. La culebra por un lado y él por otro, de tal modo que si seguían corriendo y huyendo uno del otro iban a terminar encontrándose frente a frente en
el otro lado del mundo.
Pero Patacaliente cayó y rodó por una laderita hasta un claro sin bejucos allá abajo. Se levantó, se sacudió y miró a su alrededor. La tierra era rojiza, con manchones oscuros. Una vieja rueda de camión por allí tirada era el solitario consuelo de que otros hombres habían pasado antes que él por tan extraño sitio.
De pronto vio, a un lado, algo así como un borde de cemento, al pie un cují, y justamente donde comenzaba otra vez la pequeña selva de arbustos y bejucos.
Se acercó y vio que era la boca de una excavación profunda. Una vez había visto un pozo de sacar agua, que se parecía bastante a este. Al asomarse, sintió el olor que había sentido cuando navegó los ríos oscuros en el fondo de la tierra. El olor que había sentido ese mismo día en el campamento, el olor del petróleo. Aquel era, sin duda, un pozo de petróleo, pero ¿por qué estaba tan solo, tan lejos y tan sin torre?
Nadie respondía. Tiró una piedra, tiró varias, y terrones, y bejucos.
—¡Señor Petróleo, señor Petróleo, respóndame, señor Petróleo!
Desde abajo, un aliento, un vaho, un algo así como una voz lejana que se acerca, llegó a la superficie:
—¿Quién está allá arriba? ¿Quién me despierta?
—Soy yo, Miguel Vicente Patacaliente.
—¿Y quién eres tú?
—El que viajó en el Dinosaurio Azul, allá abajote, donde usted nace y corre debajo de la tierra. ¿No se acuerda?
—¡Ay, amigo mío! –dijo la voz con sonidos de ultratumba– yo hace mucho tiempo perdí el contacto con mi gente de allá de más abajo.
—¿Y por qué, señor Petróleo? –preguntó Miguel Vicente, muy compadecido.
—Pues por qué va a ser, Miguel Vicente, porque el petróleo también muere.
—Pero usted no está muerto. Si estuviera muerto no hablara.
—Hay muertos que hablan, hijo mío. Pero, bueno, y para no complicar las cosas digamos que no estoy muerto sino seco.
—¿Seco?
—¡Hola! –saludó Patacaliente.
—¡Hola! –respondió la iguana.
—¿Eres hija del Dinosaurio Azul?
—Soy su sobrina. Yo soy hija de un dinosaurio verde.
Pero no siguieron conversando porque llegaron los hombres.
—¿Viste al petróleo? ¿Le hablaste?
—No lo pude ver, pero hablé con él.
—¿Y qué te dijo?
—El petróleo sabe muchas cosas.
—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Trabajarás conmigo?
—Te acompañaré, pero voy a seguir caminando, hermano.
Descendieron la colina en busca del camión. Atrás quedaba el pozo seco abandonado. Arriba el Sol, enamorado de la iguana; y por delante, todos los caminos de la Tierra, de la Luna y más allá.
—¿Fuiste a la Luna?
—¡Fui a la Luna, sí señor!
—¿Y no viste las culebras?
—¿Cuáles culebras?
—Las culebras de la Luna.
—No las vi ¿dónde están?
—En las espaldas de la Luna, en la noche oscura de la Luna.
—¿Cómo lo sabes?
—Pero estás seco —dijo al fin Miguel Vicente.
—Pero estoy seco —respondió como un eco la voz cavernosa del Petróleo.
—Y la Compañía ya no te quiere.
—Ya no me necesita.
—Entonces ya no tienes dueño.
—Mi dueño será siempre la Tierra, Miguel Vicente, no te olvides: la Tierra que caminas, esta misma que ahora me canta una canción de cueva para que me duerma.
—Duerme, entonces, Petrolito, amigo mío.
123TV "Sueña Imagina y Crea"
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Compiladora: Giovanna Proaño Moreno
Ilustración: Marcos Estévez
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